Reseña de El sentido de un final de Julian Barnes
¿Tiene el final de la vida un sentido “filosóficamente evidente”?, ¿o será, más bien, que la manera de ver nuestra historia cambiará un día, de pronto, y nos arrojará una nueva mirada así como lo hace la segunda aguja del reloj?, ¿será esta la más verosímil? ¿Qué peso tendrán —realmente— el amor, la culpa, los remordimientos, los amigos, el trabajo, la familia en nuestras vidas?, ¿hasta dónde nos trastocan? ¿Y el sexo?
Esta novela le permite a Barnes, por fin, ganar el Premio Man Booker en 2011, ya que había sido finalista en tres ocasiones desde la publicación de El loro de Flaubert (1984). Dotada de un agudo sentido del humor y de una estructura tan precisa como la maquinaria de los relojes de los que nos cuenta, esos, cuyos personajes usaban con la esfera en la parte interna de la muñeca, tal vez para hacer del tiempo algo íntimo y secreto; no deja hechos imprecisos o ajenos al relato; cada uno de ellos está calculado con una cronometría que, en ocasiones, hace pensar al lector que es un atolondrado, que nunca la vio venir cuando todo estaba ahí… jugándonosla, como lo hace el tiempo mismo.
El libro se divide en dos partes sin capitular. La primera nos narra en primera persona, la historia que recuerda Tony Webster, —un historiador inglés de clase media, jubilado— de sus años de juventud junto a sus mejores amigos: Colin, Alex y en especial, Adrian, un chico que —por su clara perspectiva de la vida— trastoca, aún sin saberlo, para siempre la vida del protagonista. Hambrientos de sexo y literatura, coquetean con el entendimiento de la vida; parecen comérsela a mordidas pero intuyen, internamente, que no podrán conocerla hasta no haber amado. Aparece entonces, Veronica, una chica bajita, que nunca baila y que tiene una relación “infrasexual” con Tony… Barnes no permite que el lector crea hasta aquí, que se trata de una historia sosa, ya que introduce sutilmente la imposibilidad de interpretar —sin evidencias—, el suicidio de un compañero de colegio que no ha dejado más explicación que una nota que dicta: «Lo siento, mamá», texto que en la relectura de la obra se torna más bien, en un elemento lúdico-perverso, esto, tal vez, producto del oficio del autor como escritor de obras policiacas.
Cierra la primera parte, la narración trepidante del rompimiento de la relación entre Tony y Veronica cuando el infrasexo se convierte en sexo…, la posterior, petición “ética” de Adrian a Tony para salir con Veronica, la respuesta epistolar con un tono de “no hay problema”, el viaje por la vida adulta de Tony y la abrupta interrupción por la misiva en donde se le informa que Adrian ha muerto, se ha suicidado y él, Tony, ha heredado —de manera desconcertante, de parte de la madre de Veronica— más que dinero, el diario de su otrora mejor amigo.
En la segunda parte, y a más de cuarenta años de la historia juvenil, Tony, solo, divorciado y como encargado voluntario de la biblioteca del hospital local, intenta recuperar el diario de Adrian, en primera instancia, para interpretar la razón que llevó a su amigo al suicidio, pero los intrincados obstáculos para tal acción, le traslucen el sentido de su final.
Como en otras obras del mismo autor, se hace presente el miedo a la muerte y en esta ocasión, Barnes, elige el título, no en sí para denotar, en una primera lectura, el final de la vida, sino el de la imposibilidad de cambiar nada, de enmendar, de entender. Su protagonista —inmerso en la medianía— está cierto de que nunca entendió nada y que en la vejez no tendría porque ser diferente. Tony admiró a Adrian por su capacidad de estudiar la vida y de actuar en consecuencia, por no dejar que la vida solo le aconteciera y aunque lo lamentó siempre, se supo sin remedio y envidió la claridad, pero se asumió con el consiguiente e insoportable desasosiego.
La prosa sencilla, reflexiva y contundente hace que el lector goce esta novela posmoderna y no deja adivinar que el autor trabajó como lexicógrafo para el Diccionario Inglés de Oxford. El vocabulario tiene un registro familiar y nunca muy formal pero sin llegar a copiar modismos ni el nivel de la lengua obsceno de la clase media británica de la época de los sesenta; quizá porque los personajes nunca fueron ordinarios; leían y filosofaban, aunque al hacerlo, se cachondearan con ello. El campo semántico del texto se encuentra delimitado con perfección, se inscribe siempre en vocablos que nos hacen pensar en la historia, en nuestras historias: verbos mnemotécnicos como “recuerdo” (con este comienza la obra), clases de historia, cartas, diarios, herencias, memoria, hechos…la vida misma.
El ya distintivo sentido del humor de este autor inglés, permea la obra sin que pierda por ello, su tono reflexivo, sencillo y elegante. Aquí una muestra al reflexionar sobre el suicidio: «[…] un acto lógico frente a una enfermedad terminal o la senilidad; una acción heroica frente a la tortura o la muerte evitable de otros; un acto elegante en la rabia del amor contrariado (véase: la gran literatura).» (Barnes, 2013, p.65). Otra muestra de humor, consta en este fragmento en donde también se trasluce una nostalgia por los antiguos protocolos culturales y su pasado oficio de periodista gastronómico:
Le metes rebanadas de trufas negras debajo del pellejo, ¿y saben cómo lo llaman? Pollo al medio luto. Supongo que la receta data de la época en que la gente solo vestía de negro durante unos meses, de gris durante otros pocos y solo lentamente volvían a ponerse los colores de la vida […] (p. 139).
Pero el humor no exime las profundas reflexiones vertidas en la novela. Temas como la medianía, la cobardía, la juventud y la proximidad del final, aparecen dosificadas a lo largo del texto, siempre contundentes y mesuradas para que el lector no tenga la oportunidad de escapar sino que se quede y afirme también que:
Cuando eres joven —cuando yo era joven— quieres que tus emociones sean como las que se contaban en los libros. Quieres que te trastoquen la vida, que creen y definan una realidad nueva. Más tarde, creo, quieres de ellas algo más tenue, más práctico: quieres que sostengan tu vida tal como es y ha llegado a ser. Quieres que te digan que las cosas están bien. ¿Y qué hay de malo en eso? (p. 140).
Tony tipifica a las mujeres en dos categorías: las misteriosas y las que no lo son. No entiende a ninguna y cree preferir a las segundas, pero sabe que por ser, cobarde o plácido como se autodefine (p. 49), lo trastocarán solamente las crípticas. Subyace, sin embargo, en el texto, la idea que relaciona la inteligencia con la infelicidad, así, la madre de Tony le comenta a este, que aunque es inteligente no lo es tanto como para suicidarse. Argumenta que solo los tipos muy brillantes son capaces de convencerse de algo aunque esa idea carezca de sentido común. La otra mujer del segundo tipo en su vida, es Margaret, su exmujer, a la que sigue viendo sin ganas de ver. Esta figura le sirve al protagonista para recordarle su tibieza y su estado de soledad, mismo que le es indispensable para asimilar el sentido del final.
Por otra parte, a Veronica nunca la entendió ni en su juventud ni en su vejez. Ella es el espejo que le permite saberse mediano, incapaz de comprender nada y mucho menos, de entenderse. Sin embargo, estuvo en su vida, estuvieron uno y otro en sus historias; ambas distantes, cercanas, dolorosas y comunes. A Veronica, mujer capaz de ver el mundo, el destino le arrebata la felicidad a manera de traición. Barnes, nos plantea, entonces, la tesis, que sentencia que al final, los brillantes o los que no lo son, somos arrasados, de pronto, por el Macareo (marea violenta del mar que irrumpe a contracorriente en el rio Severn). Y este arrastre se hace más perturbador porque da la impresión y la sensación de un error silencioso, como si bajaran una palanquita del universo, y se invierte, así, el curso de la naturaleza.
Ante la imposibilidad de asir el destino, de entender, de actuar de forma correcta, de no errar, Barnes propone a través de Adrian Finn, ese filósofo práctico, estudiante de Ética, muerto por amar a una mujer equivocada, mujer trinomio de amor-traición y muerte y figura con la que se devela, al final, el sentido de todos los finales: el amor, el sexo y la sujeción de todos las acciones del hombre, colgadas siempre en los hilos de un juego en el que los deberes y la lógica no serán nunca la respuesta.
Pero, entonces, ¿de quién es la culpa?, ¿somos culpables?, ¿qué es la culpa? Y Adrian explica que en todo acto: «[…] hubo una cadena de responsabilidades individuales, todas ellas necesarias, pero no tan larga como para que todos puedan simplemente echar la culpa a todos los demás […]» y añade: «mi deseo de atribuir responsabilidad podría ser más bien un reflejo de mi mentalidad […] la cuestión de la interpretación subjetiva versus la objetiva; el hecho de que necesitamos conocer la historia del historiador, para comprender la versión que nos expone». (p. 22).
Si queremos calibrar de nuevo nuestra historia, deberíamos tener en cuenta lo que Barnes nos sugiere: la historia es —más que las mentiras de los vencedores— los autoengaños de los derrotados y como adelanto perverso, a manera de tarotista, por parte del autor, cabe citar un pasaje de El sentido del final en el que se discuten temas literarios ¿son solo eso o conllevan una macabra cronología?: … el poder, la justicia, la revolución, la guerra, los padres y los hijos, las madres y las hijas, el individuo contra la sociedad, el éxito y el fracaso, el asesinato, el suicidio, la muerte, Dios. Y las lechuzas. [lector, tenga su pilón de humor]». (p. 26).
Solo la segunda aguja del reloj nos dirá si el sentido al final es “filosóficamente evidente”. ¡Bienvenidos al desasosiego!
Barnes, Julian. (2013). El sentido de un final. España : Editorial
Anagrama. —Colección Compactos—. p.p. 186.
Julian Barnes, vive en Londres, Inglaterra. Ha recibido innumerables premios entre los que destacan: el E.M. Forster de la American Academy of Arts and Letters, el William Shakespeare de la Fundación FvS de Hamburgo, el Médicis Francés (fue el primer británico en obtenerlo, siendo además, Caballero de la Orden las Artes y las Letras de Francia).